Cuando un funcionario presenta a Mariano Rajoy como Gordon Darcy, primer ministro de las Islas Salomón, el presidente del Gobierno sube tranquilamente al estrado y se queda mirando a ese negro grande, de gafas, durante unos segundos en los que se le fue comprimiendo la legislatura. Desde su toma de posesión e incluso antes, cuando en A Coruña prometió devolverle a España la felicidad, Rajoy parece haber iniciado un viaje a los infiernos que se asemeja mucho a aquel de Woody Allen, que llegó a la planta baja tras pasar las destinadas a asesinos en serie, abogados que salen por televisión, críticos literarios y asociaciones proarmas, una vez superada la única planta completa: la de los medios de comunicación.
En lo que concierne al presidente, la torpe presentación en la cumbre Río+20 supone un punto de no retorno. Hay en esa mirada de pocos segundos que dirige al funcionario un desaliento tan profundo que, si estuviese en el colegio, al día siguiente aparecería en clase con la mochila llena de escopetas. Zarzalejos su silencio lo presenta como el signo inequívoco de no ser capaz de rectificar ni sobre sí mismo, pero yo veo un hastío romántico y casi bartlebyano: la agradable sensación de haber tocado fondo en el estupor lisérgico. Las últimas semanas de Rajoy han sido no poder decir rescate, Uganda, la prima de riesgo, las islas Salomón y contemplar extasiado como emerge el Prestige en un final de película de zombis. La vida de Rajoy está en ese punto tierno que exige David Lynch a sus guiones de tal manera que si una mañana se encuentra en el Consejo de Ministros a dos enanos de sesenta años con jersey de rombos se limitaría a recitar el orden del día para desplomarse después en una montaña de papeles y sumirse en un sueño de espirales y rubias de seis tetas.
Ello es debido a la tarea involutiva que empieza a desprender la gestión de Rajoy, y que él mismo asumió al anunciar que si tiene que gobernar contra sus promesas, lo haría. Desde que tomó el Gobierno ha ido sucediéndose un extraño movimiento según el cual parece que todo va para adelante con España amaneciendo cada día un paso por detrás. A toda medida y anuncio le ha sucedido un brote verde espontáneo que la realidad desplaza lentamente a nuestra espalda. Los recortes sociales, la subida de impuestos y hasta el rescate han sido pasos trascendentales hacia la salida de la crisis que nos han ido dejando un poco más metidos en ella. El PP lo que está haciendo es gestionar la ilusión óptica: Mariano Rajoy practica ante la audiencia un insólito moonwalk, el deslizante baile que nos está dejando a los españoles chillando como quinceañeras, pero de pánico.
El presidente está en ese momento en el que ya no sabe qué más le puede pasar. Sus ministros empiezan a formar corros, que es la manera exótica que tienen los políticos sumisos de disentir. La equivocación de ese funcionario que le rebautizó como Gordon Dercy ya sólo mereció un silencio y una mirada llena de espanto, sin concederse siquiera un atisbo de retranca gallega, rasgo majestuoso de cintura que ha acompañado siempre a los políticos de la tierra.
Quizá Rajoy se vio cómodo en el papel de gobernante de una isla, como Sancho Panza, y dejó correr la cosa a ver si lo venía a recoger un avión y lo depositaba en mitad de Oceanía. Pero a quien le confundiese con un señor de las islas Salomón Fraga Iribarne hubiera saltado para arrancarle la cabeza con las manos. Y Pío Cabanillas habría ensayado la misma mirada que su discípulo Rajoy para dejar después una frase que lo rehabilitara a los ojos del mundo, como en sus mejores tiempos, cuando antes de ser destituido por Franco un subordinado fue a la carrera a avisarle:
-Pío, que están pidiendo tu cabeza.
-Pues será para pensar.
Manuel Jabois Leído en El Mundo
En lo que concierne al presidente, la torpe presentación en la cumbre Río+20 supone un punto de no retorno. Hay en esa mirada de pocos segundos que dirige al funcionario un desaliento tan profundo que, si estuviese en el colegio, al día siguiente aparecería en clase con la mochila llena de escopetas. Zarzalejos su silencio lo presenta como el signo inequívoco de no ser capaz de rectificar ni sobre sí mismo, pero yo veo un hastío romántico y casi bartlebyano: la agradable sensación de haber tocado fondo en el estupor lisérgico. Las últimas semanas de Rajoy han sido no poder decir rescate, Uganda, la prima de riesgo, las islas Salomón y contemplar extasiado como emerge el Prestige en un final de película de zombis. La vida de Rajoy está en ese punto tierno que exige David Lynch a sus guiones de tal manera que si una mañana se encuentra en el Consejo de Ministros a dos enanos de sesenta años con jersey de rombos se limitaría a recitar el orden del día para desplomarse después en una montaña de papeles y sumirse en un sueño de espirales y rubias de seis tetas.
Ello es debido a la tarea involutiva que empieza a desprender la gestión de Rajoy, y que él mismo asumió al anunciar que si tiene que gobernar contra sus promesas, lo haría. Desde que tomó el Gobierno ha ido sucediéndose un extraño movimiento según el cual parece que todo va para adelante con España amaneciendo cada día un paso por detrás. A toda medida y anuncio le ha sucedido un brote verde espontáneo que la realidad desplaza lentamente a nuestra espalda. Los recortes sociales, la subida de impuestos y hasta el rescate han sido pasos trascendentales hacia la salida de la crisis que nos han ido dejando un poco más metidos en ella. El PP lo que está haciendo es gestionar la ilusión óptica: Mariano Rajoy practica ante la audiencia un insólito moonwalk, el deslizante baile que nos está dejando a los españoles chillando como quinceañeras, pero de pánico.
El presidente está en ese momento en el que ya no sabe qué más le puede pasar. Sus ministros empiezan a formar corros, que es la manera exótica que tienen los políticos sumisos de disentir. La equivocación de ese funcionario que le rebautizó como Gordon Dercy ya sólo mereció un silencio y una mirada llena de espanto, sin concederse siquiera un atisbo de retranca gallega, rasgo majestuoso de cintura que ha acompañado siempre a los políticos de la tierra.
Quizá Rajoy se vio cómodo en el papel de gobernante de una isla, como Sancho Panza, y dejó correr la cosa a ver si lo venía a recoger un avión y lo depositaba en mitad de Oceanía. Pero a quien le confundiese con un señor de las islas Salomón Fraga Iribarne hubiera saltado para arrancarle la cabeza con las manos. Y Pío Cabanillas habría ensayado la misma mirada que su discípulo Rajoy para dejar después una frase que lo rehabilitara a los ojos del mundo, como en sus mejores tiempos, cuando antes de ser destituido por Franco un subordinado fue a la carrera a avisarle:
-Pío, que están pidiendo tu cabeza.
-Pues será para pensar.
Manuel Jabois Leído en El Mundo
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